Los secretos de la cordillera

Cuesta arriba y de a caballo la inmensidad del Cerro Negro no cabe en una sola mirada. La ascensión por el “roquerío” –como llaman los vaqueanos a estas milenaria elevaciones de tierra, arbusto y roca- regala un sin fin de formas y colores a quienes se aventuren a realizar una cabalgata de seis días por la cordillera mendocino chilena durmiendo en un completo campamento de alta montaña entre parajes de gente amable, valles y montañas ocupadas por tropillas de caballos y piñones de chivos, infinitos senderos de arena blanca, glaciares; cascadas y cauces de agua pura y cristalina que llenan de vida y sentido el paisaje cuyano.

Horas antes de llegar a Las Loicas, punto de partida de la cabalgata, el tramo que va de la ciudad de San Rafael a la de Malargüe va tomando el tono propio de la región. Sobre las seis de la mañana una línea anaranjada aparece en el horizonte como primera señal del día que comienza y al costado del camino la verde planicie deja lugar a que las filas y filas de parras ganen terreno en los viñedos, plantaciones mimadas del lugar. Una hora después aparecen los primeros destellos de ciudad: casitas bajas y líneas de luces blancas.

A cabalgar

Ubicada a 100 Km. de Malargüe tomando la Ruta 40 que une La Quiaca con Tierra del Fuego y haciendo un desvío sobre la ruta provincial Nº 222 se encuentra Las Loicas, un paraje rural donde viven unas cuarenta personas como Dominga Moreno de 70 años que hace más de treinta se afincó en el lugar. “En verano florece todo y Las Loicas se llena de color. Pero en marzo empezamos a cortar la leña para poder pasar el invierno que es muy largo y frío”, aclara la mujer de ojos marrones y pelo blanco como la nieve, sentada en la sala principal de su hogar.

Con sus casas metidas entre filas de sauces y álamos y recorridas por uno de los cauces de agua pura que nace del río Grande, Las Loicas resulta el punto de partida de la cabalgata.

Pasada la primera vuelta de mates, Gustavo Oyarzabal, Director de Actividades en Mendoza de la agencia de turismo aventura Nuestra Tierra, comienza la charla introductoria con una afirmación: “la cordillera es un desierto. Por la mañana el sol puede darnos mucho calor pero a la tarde empieza a correr la brisa y a bajar la sensación térmica hasta los cero grados o menos. Vamos a rondar los 3000 metros de altura sobre el nivel del mar”.

A las palabras de Oyarzabal le sigue la presentación de Flavio Banovich y Lalo Escobar, guía de montaña y vaqueano de la zona que entregan los ponchos de agua para los momentos de lluvia y las alforjas, mochilas que se atan sobre la montura de los caballos con toda la ropa necesaria para la travesía.

Una vez que los caballos están ensillados y las mulas cargadas con los equipos y la comida necesaria para los seis días de cabalgata, empieza la aventura al tranco por una paleta de colores y paisajes tan variada y distinta que asombra a cada paso. Unas seis horas de a caballo separan las Loicas del Cajón del Trolón, base de arena blanca y fina de quebradas altas y extensas donde está ubicado el campamento de alta montaña -que en palabras de Oyarzabal- “busca satisfacer las necesidades básicas en la altura. Allí montamos dos carpas de ocho metros de largo por cuatro de ancho con luz e instalación eléctrica. Una es dormitorio con doce camas y la otra, comedor con provisiones, cocina completa y mesas.” A las comodidades se suma un vestuario con cuatro duchas de agua caliente y dos baños.

El trayecto hasta el campamento regala colores verdes y rojizos furiosos en formas de valles, cerros y montañas entre ríos y cascadas; una vegetación compuesta de coli y choique mamil, arbustos amarillos y petisos ideales para leña; pastos bajos y espacios tan cercanos como infinitos como a la vista.

La promesa de Oyarzabal de vivir una experiencia sin igual cobra vida a cada vuelta. El primer día de cabalgata hacia el campamento deslumbra en cerros de piedras volcánicas, “calles” de arena blanca, subidas y bajadas donde la fidelidad y la confianza en el animal pasan a ser la mejor forma de convivencia.

Luego de tres horas cabalgando bajo el fino y silencioso planeo de dos cóndores y la mirada curiosa de los piñones de chivos llega el descanso al pié de un manantial. Pura y fría, el agua brinda las energías necesarias para avanzar unas dos horas más hasta llegar al refugio de montaña.

Así es como con el correr de los días, al paso y sin apuro, los paisajes deslumbran al grupo. “Por donde pasa agua nace vida”, adelanta Lalo Escobar el segundo día del viaje como dando una pista del lugar a conocer. El vaqueno, de pocas palabras, rasgos fuertes y mirada penetrante, conoce los caminos a la perfección. Unas dos horas después de seguirlo como a una brújula en medio del desierto, campos verdes y florecidos aparecen en escena entre cantos de cascada y brotes de agua fresca. La Cascada del Trolón, la más caudalosa de la zona, impacta por su fuerza. A su alrededor nacen flores amarillas, rojas y violetas que se mezclan con el verde intenso de los pastos. El cuadro de toda la región se complementa con vegas, espacios verdes muy fértiles por la existencia de napas subterráneas.

Otro de los recorridos conduce al Hito de Martínez, punto limítrofe con Chile. Pasada una noche de lluvias fuertes la tercera mañana en el campamento sorprende con un grupo de nubes muy bajas que prácticamente no deja ver a más de cincuenta metros. Luego del almuerzo en el refugio, mejoran las condiciones meteorológicas y el grupo emprende la partida. Unos siete kilómetros de distancia, que se hacen en dos horas de a caballo, separan el campamento del hito.

Los campos verdes y florecidos pierden protagonismo en toda esta jornada para dejarle lugar a glaciares colgantes y ocultos. Durante el camino se repiten las imágenes: altas e imponentes paredes de piedra y bloques macizos erosionados por el viento. Cerca de los 2800 metros de altura sobre el nivel del mar y bajo montañas de arena blanca se esconden los hielos eternos del desierto cuyano. Tras pasar cuevas de hielo aparece el monolito que separa los dos países. El cartel reza “Argentina” de un lado y “Chile” del otro. Sobre tierras vecinas se extiende el camino de piedra.

El cajón de los Menucos es otro de los sitios elegidos para visitar. Luego de una de las subidas más exigentes por una de las laderas de los cerros de la zona comienza un camino casi virgen donde las únicas huellas son las de los pasos de los caballos del grupo. A este tramo árido y seco donde las piedras y la arena vuelven a ser una constante a la vista le sigue la aparición de todo lo contrario. Por sus napas subterráneas, el valle de los Menucos, es un territorio verde y fértil donde el agua pura brota a cada metro. Oyarzabal comenta que “este tipo de paisaje es muy común en la zona sur de Mendoza. En distancias cortas se mezclan suelos arenosos y áridos con paisajes muy floridos y fértiles.” Un horizonte verde se extiende ante la mirada.

A la vuelta, las nubes juegan con los picos de los cerros. El sol entra y dibuja formas increíbles. Desde el caballo y a paso lento todo vuelve a sorprender. “La subida no es igual a la bajada” dice Oyarzabal. Aunque el camino es el mismo, el paisaje cambia en el desierto mendocino. Unos metros adelante, la promesa de Lalo Escobar rompe el magnetismo de la montaña: “hoy a la noche les voy a hacer el mejor chivito mendocino”.

Después del exquisito chivito condimentado y asado a leña, viene la guitarreada y los postres elaborados por Carlos. Una cueca se escapa en la noche cuyana. “…Esperame Donosa que hei volver a Mendoza para que la vida feliz pasemos y la miremos color de rosa y la de los cerros la más hermosa por eso vuelvo a Mendoza…” canta Flavio, guía y guitarrero durante todo el viaje. Las estrellas explotan de luz en el cielo mendocino y la noche se pierde como el arrullo del cauce de un río sin voz.


Fernando Gorza 17 de septiembre de 2009

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